Persigan la belleza
Gusten y vean que el Señor es bueno; dichosos los que se refugian en él.
Salmo 34:8
Una reflexión sobre la verdad, la bondad y la belleza por Jonathan Hanegan.
Persigan la belleza. Vayan detrás de todo lo que es bello y hermoso y encontrarán lo que es realmente valioso, lo que satisface el alma, lo que da el verdadero sentido a la vida. No se nieguen a buscar, no se midan ni se impacienten. Busquen la belleza con todo su ser. Persigan la belleza y encontrarán a Cristo Jesús.
Para que algo pueda ser bello, debe también ser bueno y verdadero. Algo bello no puede ser malo ni mentira. El mal no es bello ni el engaño algo hermoso. Lo verdaderamente bello y digno de contemplación es aquello que es bello porque también es bueno y verdadero.
La belleza, la bondad y la verdad. Tres virtudes que separadas no tienen ningún sentido. Por el conjunto de estas tres virtudes, vale la pena dar la vida.
Nadie negaría que Jesús fuera bueno. Hasta los incrédulos pueden reconocer la bondad de Jesús. Se ve su bondad en su trato a las mujeres, a los niños y a los más vulnerables de la sociedad.
Nadie negaría que Jesús enseñara la verdad. Hasta aquel que no está dispuesto a pagar un alto precio por seguir a Jesús, puede reconocer en sus palabras sabiduría y verdad.
¿Por qué nos cuesta tanto pensar que Jesús fue y sigue siendo bello? Jesús, reflejo de Dios Padre, encarnación humana de su santidad y amor es lo más hermoso visto por ojos humanos.
La estética ya no pareciera ser un tema de la teología o la filosofía que reflexiona sobre la belleza. Ahora es un adjetivo que utilizamos para personas y objetos efímeros que cumplen unos estándares de belleza por un breve momento. Lo bello que nace de este mundo entra y sale de moda en cuestión de una o dos temporadas.
Pero la verdadera estética, la belleza digna de contemplación, la belleza que transforma y conmueve el alma humana no es algo pasajero. No es algo que estaba, pero ya no está de moda. La verdadera belleza está vinculada al carácter eterno de Dios.
¿Qué es lo que es realmente bello? La santidad de Dios. Esa cualidad de Dios que irradia desde su ser e infunde temor, admiración y asombro. Esta santidad es lo que Dios quiere compartir con la humanidad. Por eso, si nos empeñamos en buscar sin cesar la verdadera belleza, nos encontraremos siempre buscando la presencia de Dios.
Necesitamos la belleza de Dios tanto como necesitamos la comida y la bebida. La peor pobreza que deshumaniza es una pobreza desprovista de belleza. La verdadera riqueza no consiste en la posesión de bienes materiales, sino la contemplación de y la participación en la belleza y la santidad de Dios.
Los teólogos de antaño nos recuerdan de la fealdad del pecado. Según la cosmovisión hebrea, el mal nace del caos del abismo. Viene desde la oscuridad y es incapaz de arrojar luz y crear algo hermoso. El mal carece de recursos para hacer el bien y hacernos aún más humanos. El mal sólo puede echar a perder lo bueno, verdadero y bello que Dios ha diseñado para el bien de los humanos.
El pecado y la fealdad sirven como una anestesia, una droga que nos detiene de sentir, de vivir plenamente la experiencia de la mano de Dios y en solidaridad con los demás seres humanos. La belleza, más bien, templa el dolor y el sufrimiento y los hace llevadero. De ese modo, podemos experimentar tanto los altos y bajos de la vida, momentos de grandes alegrías y profundas tristezas.
Si el pecado es la fealdad, hacer la voluntad de Dios, reflejando la belleza y la santidad de Dios es el remedio para nuestros males y para los males del mundo. ¿Estamos hartos del caos, del desorden, de los sufrimientos innecesarios en este mundo? Busquemos la fuente de la verdadera belleza.
Uno de los recursos que nos ayuda a centrarnos en la belleza de Dios, esa belleza que es también bondad y verdad, es la adoración. Vamos siendo como quien adoramos. Según la Biblia, si adoramos a los ídolos, nosotros mismos vamos siendo deshumanizados, como si fuésemos bloques de madera o piedra sin la capacidad de ver y oír. Pero si adoramos al Dios de la vida, participamos de esta verdadera vida, que también es buena y bella.
La adoración esa una terapia que trata directamente a nuestros corazones, forjándolos a la imagen de Dios, a quien adoramos. La adoración reorienta los deseos de nuestro corazón hacia Dios y ordena los demás deseos para que podamos amar cada cosa en su justa medida. El corazón que no adora a Dios está condenado a adorar a cualquier otra cosa creada que, por más que promete, nunca podrá entregar lo prometido. Sólo Dios da verdadera vida. Sólo Dios eleve al ser humano más allá de su estado natural para que entre en comunión con Él mismo.
Busquen la belleza, la verdadera. No se confundan con las modas de la supuesta belleza pasajera. Esa belleza que promete acabar con la soledad, esa belleza que promete alejarles de todo sufrimiento y dolor. Busquen la belleza que les ayudará a enfrentar con valentía las dificultades de esta vida, la belleza que les ayudará a aprender, a través del dolor, la importancia de la verdad y la bondad.
La belleza no se encuentra lejos de aquel que sufre. El poeta Christian Wiman dice que no sabe cómo llegar más cerca de Dios sino parándose al lado de un hombre a quien se le está acabando el mundo. Dios, quien es belleza, bondad y verdad se manifiesta en los lugares más inesperados: en momentos de aguda soledad, con los quebrantados de corazón, en la sala de cuidados paliativos.
No estamos lejos de la ternura y la belleza de Dios si somos capaces de discernir entre el bien y el mal, lo bello y lo repugnante, entre lo verdadero y lo ilusorio. Gracias a Dios, contamos con su santo Espíritu dentro de nuestros corazones que nos ayudará a cultivar corazones sensibles y exigentes. Sensibles a su verdad, a su bondad. Exigentes porque no se conformarán con simples imitaciones de la belleza.
Por lo tanto, abandonen toda maldad y todo engaño, hipocresía, envidias y toda calumnia, deseen con ansias la leche espiritual pura, como niños recién nacidos. Así, por medio de ella, crecerán en su salvación, ahora que han probado lo bueno que es el Señor.
1 Pedro 2:1-3